El dios Baco tendió sus más bellas alfombras a orillas del Ebro
Como explica el historiador Manuel Llano Gorostiza en su fabulosa obra ‘Los vinos de Rioja’ (Induban, 1973), el vino es para La Rioja su más grande orgullo y su mejor blasón. El dios Baco tendió sus más bellas alfombras a orillas del Ebro, entre Alfaro y Haro.
Sin embargo, el vino llegó a La Rioja cuando ya llevaba siglos ligado íntimamente a las sociedades conocidas como civilizadas (Santiago Ibáñez Rodríguez. El tiempo que vio nacer al Rioja. ‘La Rioja, sus viñas y su vino’. Gobierno de La Rioja, 2009). La tradición vitivinícola de La Rioja nació con la anexión de la región al Imperio Romano, al igual que sucedió en otros lugares de España y de toda Europa. La incorporación del vino y la vid a las tierras hoy de La Rioja requirió de varios siglos en consonancia con las fases de romanización del territorio. Los romanos llegaron entre el siglo III y el II a. C. y el investigador sostiene que el vino fue consumido de inmediato, primero por los propios romanos y después por quienes se relacionaban con ellos. Aquel vino procedía la Península Itálica y con después fue sustituido por caldos hispanos con origen en Tarraco y Barcino (Laietana).
El camino que siguió la vid para instalarse en Rioja fue diferente pues requirió de la integración jurídica de la región al Imperio, la municipalización del territorio, la instauración del sistema romano de propiedad y de la explotación intensiva de la tierra. A mediados del siglo I a. C. se inicia el cultivo sistemático y autorizado en La Rioja y se introdujo la agricultura mediterránea a través de diferentes variedades hortícolas, la arboricultura, el olivo, la vid, además de las técnicas necesarias de transformación para lograr el aceite y el vino, incluida (tal y como recalca Santiago Ibáñez) la enología, con el fin de mezclar diferentes variedades de uva y lograr vinos más dulces.
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El documento más antiguo conservado que hace referencia a la existencia de vid en La Rioja, data de 873. Procede del Cartulario de San Millán y trata una donación en la que aparece el Monasterio de San Andrés de Trepeana. El primer testimonio de la viticultura riojana aparece documentado en la ‘Carta de población de Longares’, concedida por Don Gómez (Gomesanus), obispo de Nájera el 25 de julio de 1063. En ella se imponía a sus vecinos una servidumbre a favor del monasterio de San Martín de Albelda, de «dos días de arar, dos días de cavar, dos días de entrar, dos días de cortar y uno de vendimiar».
El Camino de Santiago y el influjo de sus monasterios tuvo una importancia capital en la cultura del vino en La Rioja. Tanto es así que las órdenes religiosas fueron los principales difusores de la cultura vitivinícola. A través de diversos fondos documentales se ha conocido que el vino no era considerado como una simple bebida, si no como una de las bases de la alimentación de la época. Como ejemplo, se puede citar la regla monástica femenina, transcrita en el año 976 para ser observada en el Monasterio de las Santas Nunilo y Alodia, cerca de Nájera, que permitía a las monjas trasegar la tercera parte de una emina, que era la medida de la ración de vino marcada por San Benito para los frailes.
Las viñas se extendieron alrededor de los monasterios y se fueron alargando hasta cubrir Navarra, La Rioja, la ribera del Duero, Lerma, Palencia, el Bierzo y la cuenca del Sil, ya en tierras gallegas. El vino llegó a ser un símbolo religioso de primer orden para el cristianismo y como consecuencia de las acciones conjuntas de la corona y los monasterios -tal como señala Juan Ramón Corpas, de la Universidad de Navarraa partir del siglo XI se produce una profunda transformación del paisaje, con un llamativo y espectacular aumento de la cantidad de viñedo a lo largo de toda la Ruta Jacobea y del valle del Ebro.
El antropólogo Luis Vicente Elías sostiene que en el caso de La Rioja fue el Monasterio de San Millán el que se encargó de estructurar la población, donde la primera cita sobre las viñas es del siglo X y se habla de su regadío. En el siglo XII, el sesenta por ciento de la superficie de los territorios cultivados del monasterio eran viñedos. Los caldos que se producían no se destinaban a ninguna clase de comercio, ya que se consumían en el propio cenobio y en las hospederías repartiéndose entre la población. Por otra parte, las influencias de las órdenes religiosas galas que seguían el camino de la peregrinación trajeron consigo tanto nuevas técnicas para el cultivo como variedades nuevas de uva. En toda la Europa del Camino es vital la relación de los caldos con los monasterios, que se sitúan en zonas vinícolas muy importantes y desarrollan técnicas para elaborar vinos de altísima calidad que con el paso de los años dieron paso a muchas de las más prestigiosas denominaciones de origen europeas.
Otro de los hitos más significativos de la historia del vino de Rioja hunde sus raíces en el Siglo XIII, cuando Gonzalo de Berceo, clérigo del Monasterio de Suso en San Millán de la Cogolla y primer poeta en castellano conocido, menciona el vino en sus versos.
Quiero fer una prosa en román paladino,
en cual suele el pueblo fablar con su vezino,
ca non so tan letrado por fer otro latino
bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino
En la segunda mitad del siglo XIX se produjo en Europa otra enfermedad: la temible filoxera. Arrasó los viñedos franceses en 1867 y en La Rioja no se detectó hasta 1889, lo que hizo que los viticultores galos se acercaran a lo que entonces se denominaba provincia de Logroño en busca de vino riojano para hacer sus burdeos. Para 1880, una gran parte de los municipios riojalteños, con Haro a la cabeza, habían conectado con empresas vinícolas de Francia, fundamentalmente de la zona de Burdeos.
Sin embargo, se abrió un mercado que parecía inagotable y los terrenos dedicados a la viña se duplicaron en veinte años. Como indica el historiador Andreas Oestreicher, La Rioja hacía el papel de suministrador de materia prima (uva y vino) para una industria extranjera que después la transformaba.
Más adelante, con la cada vez más acusada tendencia proteccionista francesa, la recuperación de su plaga y la crisis del mildiu repercutieron gravemente en el sector riojano: sobreproducción, caída de precios y paro agrícola. Y en aquel momento, cerrados definitivamente los mercados franceses para el vino riojano, la elaboración de un caldo de cierta calidad se demostró como la única alternativa viable. Llegó la hora de las bodegas industriales gracias a los bajos precios y su capacidad de imponer criterios en las cotizaciones de los vinos.
La acumulación de capitales tras aquellos veinte años dorados y la ausencia de competencia francesa por las medidas arancelarias españolas en respuesta a las del país vecino configuraban el marco de la viticultura riojana cuando fallecía el siglo XIX.
Y en aquel caldo de cultivo apareció el temido insecto filoxérico en La Rioja. La plaga redujo a menos de la tercera parte la superficie de viñedos en sólo diez años. Oestreicher afirma que la única solución del problema pasaba (como hicieron los franceses) por la replantación de la totalidad del viñedo mediante injertos sobre pies de cepas americanas, las únicas resistentes. La introducción de estas plantas y el establecimiento de viveros encontró una oposición masiva entre los viticultores riojanos, quienes temían que incluso favorecieran la invasión de la plaga en las zonas menos afectadas.
Además, estaba el alto coste de la replantación. Se dijo que aquello era ‘cosa de ricos’ y algunos propietarios sufrieron diversas agresiones por parte de pequeños agricultores y braceros, que creían que la repoblación iba a significar a desaparición de sus majuelos. Subyacía, sin duda, un conflicto de
clase: «¡Abajo la vid americana, que salga el riego!», gritaban desesperados demandando soluciones reales para su situación, como la posibilidad de cambiar de cultivo mediante proyectos de riego.
La filoxera llevó al sector vinícola riojano a dos cotas hasta aquel momento inimaginables: un auge sin precedentes al principio y, cuando la plaga llegó a la región, la mayor crisis de su historia. De aquellos años data el proceso de emigración riojana hacia América; en 1910 más de 20.000 conciudadanos habían partido hacia el nuevo mundo buscando mejor fortuna. La Rioja sufrió la filoxera en sus vides y sus gentes.
El origen
del Consejo Regulador
En 1892 fue fundada la Estación de Viticultura y Enología de Haro, que desarrolló estudios de mejora de la viticultura riojana y en 1902 se promulgó una Real Orden que definía el ‘origen’ para su aplicación a los vinos de Rioja. Fue en 1925 cuando se aprobó un sello de garantía con carácter de marca colectiva y se delimitó la zona Rioja. Al año siguiente se creó el Consejo Regulador de la Denominación de Origen Rioja, que quedó formalmente constituido en 1953. El 3 de abril de 1991 una Orden Ministerial otorgó el carácter de Calificada a la Denominación de Origen Rioja, primera en España que posee este rango.
Pioneros
del Rioja
El ascenso por antonomasia de Rioja comenzó con la introducción de tinas de madera, lo que permitió poder expresar uno de los rasgos diferenciadores de estos vinos: la gran aptitud que poseen para el envejecimiento. En 1876 Manuel Esteban Quintano había realizado los primeros intentos con estos envases tras su primer viaje a Burdeos, pero el gran pionero del envejecimiento en barrica fue Luciano Murrieta, quien después de diferentes vicisitudes políticas y siendo coronel de Dragones del Ejército español, acabó desterrado en Londres (1843-1848) por su apoyo declarado al general Espartero. En aquel exilio comenzó a alentar la idea de explotar las potencialidades vinícolas de La Rioja porque no entendía que el vino se empleara, por ejemplo, para fabricar mortero. Como todos los seres adelantados a su tiempo, tuvo que soportar muchas incomprensiones, pero por ventura el propio Espartero y su mujer, la duquesa de la Victoria, le brindaron sus bodegas y viñedos para que iniciara su sueño.
Sus primeras elaboraciones se destinaron a la exportación y, aunque de los dos primeros envíos uno naufragó en el golfo de México, el que llegó a Cuba lo hizo en perfecto estado y obtuvo toda suerte de parabienes, lo que le dio alas para fundar su mítico Castillo de Ygay.
Por su parte, Camilo Hurtado de Amézaga, marqués de Riscal, también empezó en 1850 a apostar por los vinos criados. En su exilio de Burdeos se entusiasmó con los vinos del Médoc y en 1860 hizo construir una bodega en Elciego (Álava) con viñedos propios en una cuarta parte de las 200 hectáreas de su finca. Con el paso de los años, un gran número de expertos franceses, encabezados por Jean Pineau, se instaló en La Rioja, lo que a la postre significó el gran comienzo de la historia de un vino que hoy goza de fama mundial.
Palabras del maestro
Néstor Luján
En una campaña del Consejo Regulador de 1985, Néstor Luján señalaba así las zonas productoras de vino de Rioja: «La Rioja está dividida, según el Consejo, en tres comarcas menores o subzonas. La Rioja Alta tiene por capital Haro, la bien llamada catedral del vino. El terreno de esta comarca es más bien accidentado y su clima se distingue por una gran pluviosidad, los inviernos son crudos y largos; los veranos, fogosos y cortos. La Rioja Alavesa, desde Haro a Logroño, está expuesta al mediodía. La solanera hace que estos vinos alaveses sean espesos, alcohólicos, poco ácidos, de aroma muy pronunciado, de un color pleno y denso. En la capital de la Rioja Alavesa, Laguardia, recordamos haber catado estos mostos de la zona, vigorosos y autoritarios, importantísimos. Finalmente está la Rioja Baja, con Calahorra por capital. También ésta es tierra soleada, y las cepas de su viñedo, al que sirven de asiento varios afluentes del Ebro -como el Alhama, el Cidacos, el Leza o el Iregua-, producen unos vinos de alta graduación (…). Son caldos de gran capa vinosa, de pastosa suavidad, de escasa acidez y de exquisito bouquet».